Existe una confusión más o menos generalizada respecto al significado —oh, la ironía— de tres conceptos: lenguaje, imagen y significado. Si bien puede haber una diferenciación más o menos consensuada entre lenguaje y significado (el segundo como consecuencia del primero), estas tres entidades resultan irrevocablemente correspondientes: no existe lenguaje sin imagen y menos sin significado. Una paupérrima intención de explicar la interrelación de la trinidad sería más o menos así: el lenguaje es el producto de la interacción entre las imágenes y la voluntad de transmisión de los significados particulares que provocan; pero no es solamente el resultado final: es también combustible.
Cuando Wittgenstein publica su Tractatus Logico-Philosophicus en 1921 tenía la intención de abarcar el entendimiento humano en una seguidilla de aforismos irrevocables. Y casi lo consigue. A riesgo de sonar simplista, se puede decir que el filósofo estableció una relación especular: el lenguaje es reflejo del mundo y viceversa. El reflejo y su correspondencia (a veces verdadera, a veces falsa; en realidad, no importa) es posible porque tanto el lenguaje como el mundo poseen la misma estructura.
Y cuando se conoce la estructura, se puede conocer también cada una de sus pequeñas partes. En ese sentido, el concepto derridiano de la deconstrucción se hace plenamente necesario para interpretar la exposición que nos atañe.
En “Lo visible y lo decible”, Iván Eguiluz (México, 1992) toma con literalidad el peso específico del lenguaje (en este caso las palabras, y más específicamente el texto) como material de construcción para sus obras.
Llaman enormemente la atención sus ensambles sobre madera montados en la pared: supraestructuras que juegan a ser metacuadros por su composición básica: el resultado final está dado por múltiples marcos simétricos (iguales a los que contendría cualquier pintura) que no contienen nada y que, en cambio, son sustentados por palabras y frases en diferentes idiomas.
Eguiluz nos da pistas pero nos engaña también: si el límite de la imagen se refiere al uso del lenguaje y su significado (sólo así la imagen podrá ser transmitida), entonces los textos adoptan una importancia suprema: la literalidad de los límites impuestos por el artista nos obliga a intentar con ahínco una interpretación más o menos guiada: somos libres de interpretar el vacío como queramos, sí, pero con sus límites; no los propios exclusivamente, sino los que otorga el artista.
En ese sentido Eguiluz es tremendamente efectivo: las composiciones además de ser naturalmente llamativas (los marcos encimados interviniéndose los unos a los otros logran entramados poderosísimos) invitan siempre a preguntarse la relación entre los textos y el sentido integral de la obra: campos semánticos, estructuras cognitivas, semiótica inspiradora, aleatorización; intención consumada.
Cuando el observador se encuentra tras el contraste imperativo que provoca el uso del texto como imagen y no viceversa, quizá le convenga cambiar el flujo interpretativo para no sentirse enrevesado. O quizá le convenga sentirse simplemente enrevesado. La exposición y el trabajo de Eguiluz pueden ser muchas cosas, pero es, ante todo, una representación y literalidad básica que invita a comprender el mundo. Y el mundo es el lenguaje. Una invitación titánica.— Ricardo Javier Martínez Sánchez