Un querido maestro me ha recordado que nuestro asunto no es hacer cuadros sino pintar. Y vaya que tiene razón. Se trata de una experiencia única, un destino, en el mejor de los casos, una enfermedad –probablemente– o una maldición cuando el artista pierde el control sobre los mecanismos que vuelven viable esta experiencia.
Me considero afortunado de ser un pintor en tiempos en que esta actividad es considerada anacrónica por buena parte de mis colegas artistas. Es más, estoy convencido de que la pintura conserva hoy más que nunca su poder invocatorio y su capacidad de conmover por encima del inmenso mar de imágenes que nos rodea. Porque, en rigor, el asunto de la pintura nunca ha sido la imagen como tal, sino lo que subyace detrás de ella: pensemos en el artista primitivo que plasmó la perfecta silueta de un bisonte en el fondo de una cueva, con la finalidad de propiciar el encuentro directo con el animal de carne y hueso o bien en los íconos medievales que encarnaban, ni más ni menos, que al mismo Dios.
Al pensar en las manifestaciones artísticas más antiguas es como desde hace unos años comencé una serie de cuadros con la idea de formular una plegaria específica en cada uno de ellos. Me motivó la sincera y loca idea de que, si lograba esforzarme lo suficiente, obtendría el resultado esperado: la pintura como un acto de fe. Pensé, desde el primer cuadro, que un gesto tan desesperado, pero a la vez humilde, permitiría que el ciclo natural de las lluvias, que siguen a la larga sequía, se repitiera sin contratiempo alguno, o que la violencia no penetrara en nuestros hogares. Pensé que, de esta forma, mi vida y quehacer artístico cobrarían un nuevo sentido. No lo he logrado, como se podrá apreciar. No tengo el valor o la voluntad para ejercer la fe en cualquiera de sus formas; sin embargo, sobre la marcha me di cuenta de que, mediante el arte, se podría intentar llenar el vacío dejado por la incredulidad. Otros lo han logrado, y estas plegarias son el recuento de esta batalla.
La contemplación de estos cuadros requiere de un recorrido de la mirada. Están compuestos por varios fragmentos, cuya lectura es ascendente o descendente. Cada uno de ellos cobra sentido una vez que se ha hecho el recorrido visual y su contenido se ha interiorizado.
Marcos Límenes
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